lunes, 12 de octubre de 2009

“Yo no me muevo hasta que no llene la alcancía”

Por: Claudia Fernández

María Luisa Vrandecich tiene 81 años pero no lo parece. Su código de voluntaria en la Liga Peruana de Lucha contra el cáncer es el 0002; la 0001 falleció hace años. Es madre soltera y tiene una sola hija y un solo nieto. Durante su niñez y juventud fue muy feliz; fue telefonista casi toda su vida y su pasión es ayudar a los enfermos de cáncer.

Son las diez de la noche de la noche y el frío arrecia. También está “chispeando”. En la puerta del Metro de Jesús María, ese que está en la avenida Garzón, hay una señora de cabello blanco, con un chaleco y una lata de esas que reconocemos de inmediato por tratarse de algo relacionado a ese flagelo -dependiendo de lo vivido, lejano o muy cercano- que conocemos como cáncer. Ya me habían contado de una señora de 80 años, que es la colaboradora con más años dentro de la Liga Peruana de Lucha Contra el Cáncer (LPLCC). Su nombre es María Luisa y su apellido -parece difícil de escribir- es Vrandecich.

¿De dónde es ese apellido?

“Mi papá era yugoslavo. Vino a Lima hace muchos años y conoció a mi mamá. Él vino para visitar y se quedó en el Perú; se casó con mi mamá y tuvieron 6 hijos. Yo soy la única que sobrevive. He enterrado a mis cinco hermanos menores”.

La señora Vrandecich recuerda que fue feliz durante su infancia, juventud y adultez. Su papá hacía pan, vino, pasteles y tenía una huerta. Su familia era acomodada y vivían en Barrios Altos. Allí nació y vivió 25 años. Durante toda su vida tuvo solo dos trabajos. A la primera empresa en la que trabajó tuvo que renunciar luego de 24 años. Se llamaba Somerín (Sociedad Mercantil Internacional) y un sacerdote fue quien se encargó de conseguirle el empleo cuando tenía 14 años.

Gracias a los tacones y respingos logró pasar desapercibida en tremenda empresa. Luego, años después, ingresaría a Bayern; allí estuvo 20 años. “Tuve que salir por la edad. La jubilación era a los 55 y a mí me soportaron hasta los 60. Pero allí viví la época más cordial, qué le digo, la más linda; era una familia y pagaban como en ninguna otra empresa… con decirle que solo trabajaba cuatro horas. Éramos tres telefonistas”.

Entonces aparece la pregunta de rigor: ¿cómo le nace ese loco amor por la Liga y por los enfermos de cáncer? ¿cuál es el germen de tan irracional cariño que hace que a su edad recobre las fuerzas y se dé por completo a perfectos desconocidos?

A la señora Vrandecich siempre le gustó visitar a los enfermos, y lo hizo desde muy joven. Tenía amistad con el grupo médico porque había estudiado en un colegio fiscal en República del Brasil, el colegio del chirimoyo le decían. Este se ubicaba al frente de la facultad de Medicina de San Marcos. A la salida de las clases sus amigas coqueteaban. Ella no. Más bien le gustaba estar con los estudiantes porque sabía que alguno de ellos llegaría a ser un médico.

Después le dio por meterse al pabellón de los tuberculosos “porque en esa época la tuberculosis floreaba así como el cáncer ahora” y se preguntaba cómo sería un enfermo con tuberculosis. A sus escasos 15 años se daba una vuelta por el Dos de Mayo, el Rebagliati y el Almenara.

Pero el romance con la Liga nace en el año en que esta se muda al jirón Chancay, cerca del Hospital Loayza. Ella iba a aguaitar, a ver cómo era la cosa, y, poco a poco, fue haciéndose conocida. En el año 1976 fallece su madre y es allí donde la señora María Luisa entra de lleno a la labor a pesar de cargar con una pequeña. Regalaba su tiempo a cuanto enfermo de cáncer se cruzara por su camino.

La señora Vrandecich vuelve a recordar el grato ambiente que vivió en Bayern. Me dice, hablándome con unos ojos azules centelleantes, que allí hizo su agosto y que estaba en su garbanzal. Y es que -me explica- si se trataba de ayudar a la Liga, no pedía permiso. Era la primera que llegaba a su oficina pero, para entonces, ya el parqueo estaba repleto de autos. Entonces, cual arma en mano, agarraba un puñado de banderines y los pegaba en las lunas de los carros: a los dueños solo les quedaba preguntar cuánto costaba.

Es sorprendente la euforia con la que cuenta todas esas cosas. De pronto, otro recuerdo –acompañado de suspiros- se asoma por su memoria. “Cuando me veían entrar me decían: no me diga que viene con otro problema del cáncer; y yo les decía: ¡si le digo!... toda esa época para mí fue de ensueño”.



A sus 81 años, esta mujer de baja estatura, de contextura delgada y de arrugas pronunciadas no es otra cosa que la expresión de la misericordia y el amor, porque solo alguien que tiene amor puede actuar desinteresadamente y sin pedir algo a cambio. Alguien que ha entendido que la indiferencia es peor que el cáncer o cualquier otra enfermedad: es peor que el dolor. Me conmueven sus palabras, su expresión. Sus ojos tristes.

Le pregunto si no le duelen los huesos, si no siente frío, si no está cansada de estar parada pidiendo una colaboración a desconocidos. Ha estado desde las nueve de la mañana y ya van más de 12 horas que, sin queja alguna, enseña la latita de la Liga y pega stickers en polos, camisas, blusas y buzos. Dice que no siente ni frío ni hambre y que le duele un poco el cuerpo cuando está en su casa viendo la televisión con su nieto, que es su alegría y su orgullo. Junto a su hija son su tesoro más grande.

El pequeño se llama Mateo. Cuando me habla de Mateo, que tiene cuatro años, sus ojos vuelven a brillar y su voz recobra el entusiasmo con el que me contaba de sus días en Bayern. “Mi nietecito es lindísimo, señorita, es un encanto; es muy inteligente, está en el nido y saca puro veinte. Imagínese que todos lo conocen por la casa porque es muy hábil. Sí, señorita. Tuve un hermano que era idéntico a él y yo creo que él se ha reencarnado en esta criaturita”.

Mateo es hijo de Marilú, su única hija, a quien tuvo cerca de los 40 años. Marilú también es madre soltera, aunque su madre –confiesa- hubiera querido para ella un matrimonio feliz y estable. Y es que el romance entre la señora María Luisa y el padre de su hija duró solo unos meses. “A mí nadie me dirá que lo hice porque era joven. Pero, como se dice, duró un click y después del encuentro, adiós”.

“Yo pertenecía a la cofradía del Carmen; él cargaba la virgen. Tenía su buena cara pero eso a mí no me importaba. Yo quería enmendar su modo de vivir, paraba de cita en cita. ¡Y me salí chiflando yo!”. Recuerda, entonces, lo que le dijo un cura: “Tú quisiste redimirlo y la que te crucificaste fuiste tú”. Pero de inmediato reconoce que no fue ningún sacrificio porque Marilú es un amor, un dechado de virtudes, tanto así que nunca le preguntó qué pasó con su papá. Pero el papá de Marilú jamás hubiera sabido que tenía una hija si no fuera por la madre de la señora Vrandecich. Por eso recién la firmó a los 19 años. “Él pensó que yo me iba a arrodillar por su carita. Yo no me arrodillé, pero no sé qué paso… ayyy, es el diablo, es el cuarto de hora que tiene cada persona. Pero eso pasó y se acabó”.

Lo que no se ha acabado es esa pasión por ayudar a los demás. Esta desprendida mujer que se ha preocupado más por las víctimas del cáncer que por ella misma, recuerda que incluso llegó a entrar a los bares y cantinas de Lima solo para plantarse y pedirle a los parroquianos que el dinero que iban a gastar en alcohol lo donaran a la Liga. “Yo soy una especie de psicóloga, a los que no quieren dar, los convenzo, les digo que la indiferencia es peor que el cáncer”. La protagonista de esta historia me dice lo que todos ya sabemos pero a veces olvidamos: que el cáncer no respeta edad, raza ni posición social.

¿Qué siente cuándo le mencionan la palabra cáncer?

“Ayyyy, el cáncer es como mi hijo (risas), tanto así que cada vez que hay colecta mi hija tiene que pedir permiso. Yo le digo, Marilú, pide permiso porque yo no respondo por Mateo, yo no sé dónde lo voy a dejar porque salgo a las 8 y regreso a las 10. Yo muero por la Liga y cada vez me esfuerzo más por servir. Yo no me muevo hasta que no llene las alcancías. No tengo hambre y si como es porque me invitan. Una vez una pareja me invitó una taza de chocolate caliente y un sánguche”. A ella ya la conocen. Ya saben que le dicen cáncer y es como si le dijeran gloria. Le dicen que es un monumento. Y es verdad. Marilú le ha pedido que no le haga prometer que seguirá sus pasos cuando ella muera. Le ha confesado que no lo va a cumplir porque “eso tiene que nacerte”. También es verdad. “A mí me dicen: señora otro año que la veo. Yo les digo: cuando no me vean paradita en la puerta de Metro es que ya me fui”.

La señora Vrandecih sabe que prevenir es la única forma de vencer al cáncer. De haberse chequeado a tiempo su hermano no habría muerto en el año 2000. Él había tenido un tumor por más de 20 años pero no sabía que estaba alojado en su cuerpo. Murió de cáncer a la tiroides. Ese es un triste recuerdo. Entonces, para cambiar un poco de tema, le pregunto por alguna anécdota de joven. Ella me dice que estuvo en el matrimonio de la Miss Perú Mary Ann Sarmiento y Rafael Graña Elizalde, millonario y poderoso cliente de Somerín que compraba motores marinos.

“Es que, señorita, yo conocía a toda la sociedad, a la crema de Lima, porque cuando entré a Somerín, siendo telefonista, todos tenían que pasar por mí para hablar con los jefes. Entonces el señor Graña me dijo: oye, gringuita, me voy a casar y quiero verte en mi matrimonio. Yo, feliz, me compré un vestido y abrigo elegantes y unos zapatos que combinaban. Me peinaron como una Shirley Temple. Pero cuando llegué había tanta gente que me desmayé y el patrullero tuvo que llevarme a mi casa. El vestido quedó roto, al abrigo solo le quedó un botón, estaba sin guantes y un zapato no tenía taco. Parecía que me habían violado (risas)”.

Casi terminando la entrevista, miro a la señora María Luisa y le digo que parece más joven de lo que en realidad es. Ella se ríe. “Un médico me dijo: señora, no se vaya a molestar pero la persona que la registró cuando nació estaba borracha, porque para mí usted no tiene 81 años”. Son 32 los años de voluntaria oficial en la Liga pero ella se dedicó al cáncer desde que se fundó la LPLCC en 1950. Sin contar los años dando aliento y consuelo a los pacientes del pabellón de tuberculosos. Toda una vida de servicio.

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