jueves, 3 de diciembre de 2009

Cartas desde mi cama




Por Rudy Jordán

Pese a la picazón sistemática, la barba deshilachada y repentinos achaques en la espalda pienso que soy un suertudo: mi viejita me trae sopitas en las noches, mis patas me han llamado más que al Grupo 5 para eventos de año nuevo y mi familia me flanquea por las tardes como si fuese un objeto de culto- ya un niño Jesús, ya una rareza de museo o como si aguardaran, simplemente, la palabra de un (falso) profeta-.

“Tírate a la cama y verás quien te ama”, dice mi viejo que decía mi abuelo. Lamento que sea una la única frase que atesore de mi nono.

Pues bien, ¿Qué diablos hace un manganzón de 23 años desparramado en la cama durante una semana? Veamos las opciones. No me he metido la bomba de mi vida, no sufro de misantropía, ni padezco de ese nuevo terror a las calles al que algunos huachafos llaman “agorafobia”. Además, mi condición de empleado no me da licencia para esfumarme cuando quiera y dudo que mi jefe me sonría- ensaye un guiño cómplice o me de una palmadita de arenga- si le digo sin motivo aparente: “Ey, Renato, ¿me puedo tomar una semanita?”.

Quizás padezca entonces de una temporada de inmensas preguntas celestes.

Cuarenta pastillas de Dicloxacilina. La pierna 30 grados hacia arriba para engañar a la gravedad. Veinte paños de agua caliente. Este es el armamento con el que he enfrentado a la celulitis, una bacteria que desde hace siete días, cuatro horas y tres segundos (cuatro, cinco, seis), y sin señales de rendición, se ha convertido en la indeseada inquilina de mi tobillo izquierdo.

Estoy enfermo. Sin embargo, mi pierna no es la única que ha mutado. Las horas sobrantes y la redención a esta irrealidad de estar pegado a un colchón paraíso sin fecha de salida, me ha traído otro listín, insospechado, de efectos secundarios. Hablo tranquilo -casi al ritmo del cuy mágico-, no me embuto los chocolates como si estuviera en un concurso gringo de hot dogs y he descubierto, a través de la ventana (diáfana silenciosa), que tengo unos ancianos vecinos japoneses.

He viajado también a Calcuta con un libro de Kapuscinsky, he gozado -como antaño- de todos los goles de las ligas europeas y he avanzado, con la laptop que me prestó mi mejor amigo, mis siempre pendientes quehaceres univesitarios. Cual Van Gogh en alguna banquita holandesa, he descubierto, otro regalo de la diáfana silenciosa, que cada hora tiene, como cada beso de mi Andreita, un color irrepetible. Las combinaciones pueden ser tan intimidantes como hermosas, tan inasibles como infinitas.

De a ratos, sin embargo, me achaca otro paquete, radicalmente distinto, de efectos secundarios: por un lado, culposos (¡No hay tiempo para rascarse la pansa!), también los hay vergonzozos (¡Qué roche que todos estén corriendo para atenderme¡), y hasta los existenciales (¿Qué derecho tengo para ser un testigo del mundo y no uno de sus ilusorios protagonistas?)

En unos días, Dios mediante (como se dice en estos casos), estaré de vuelta en mi escritorio y sin duda ver a mis amigos del trabajo, chequear cables en la ‘compu’ y salir a la calle para hacer entrevistas me inyectará de dosis de entusiasmo. Esto porque, para ser sincero, me gusta mi trabajo y la verdad ya me aburrí de la barba de naufrago, el dolor de espalda y la picazón sistemática en el cuerpo.

En mis días rutinarios- incompatibles con la pausa- quisiera incluir esas conversaciones sin prisa, esas reuniones familiares, esos besos multicolores y esos atardeceres…y esos atardeceres. Ojalá que estos síntomas, no sean solo contagiaos de un cumpleaños, de la despedida de un amigo o de una exótica bacteria alojada, repentinamente, en el tobillo izquierdo de un familiar (creía, hasta hace una semana, que la celulitis era solo para mujeres). Quizás estos efectos, por secundarios, puedan pasarnos desapercibidos y volverse inmunes a nosotros. Quizás esa sí sea una bacteria incurable

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